27 Nov Las cárceles son parte de nuestra historia (y nuestro presente)
Hasta 1997, un nefasto artículo del Código Penal disponía 4 a 8 años de prisión por ser quienes somos, pero se nos olvida fácilmente
VICTOR H. CARREÑO
Las maricas ecuatorianas podíamos caer en la cárcel por simplemente estar en una discoteca un sábado por la noche, o por caminar en una calle céntrica, pero se nos olvida fácilmente. La Policía nos podía detener arbitrariamente, golpearnos y ponernos tras las rejas por ser esos “maricones retorcidos” que merecíamos un castigo por atentar contra “la moral pública”.
Hoy conmemoramos 27 años de la despenalización de la homosexualidad en Ecuador. Hasta 1997, un nefasto artículo del Código Penal disponía 4 a 8 años de prisión por ser quienes somos. Pero, recalco, se nos olvida fácilmente.
En la actual crisis carcelaria, he escuchado cómo en algunos círculos maricas se reproduce, con verborragia y sin ningún gramo de empatía, esa narrativa de “que se maten entre ellos” cuando hay una masacre en prisiones, o cómo se suman -desde un fanatismo ciego y visceral- a los aplausos por la propuesta del presidente Daniel Noboa de reformar la Constitución para eliminar a las personas privadas de libertad de los grupos de atención prioritaria. La memoria puede ser tan frágil.
Aunque la homosexualidad se criminalizó por primera vez en 1871, fue en los años 80 que inició el recrudecimiento de los abusos policiales contra personas LGBTIQ+: detenciones arbitrarias, agresiones, torturas… En esa época, el Gobierno del expresidente León Febres Cordero abanderó una política de seguridad contra el terrorismo y la Policía tenía prácticamente un cheque en blanco para actuar. ¿Notamos ya similitudes con el “nuevo Ecuador”?
Los conocidos escuadrones volantes recorrían las calles por las noches y detenían a personas de las diversidades. “Cuando alguna persona gay salía de casa por alguna situación familiar, para visitar amigos o por diversión, nunca tenía la seguridad de volver a su hogar libre y salvo”, relata Purita Pelayo en su libro Los fantasmas se cabrearon, que recoge el proceso de despenalización de la homosexualidad. En esa época, ella lideraba la organización Coccinelle, que agrupó a mujeres trans y travestis, muchas dedicadas al trabajo sexual.
Éramos parte de los objetivos de seguridad de esa época, éramos delincuentes y podíamos ser víctimas de atropellos de policías con superpoderes de impunidad, ir a la cárcel y sufrir violaciones de nuestros derechos por ser quienes somos, pero se nos olvida fácilmente.
Las cárceles son parte de nuestra historia. Muchxs de quienes lucharon por la despenalización de la homosexualidad estuvieron en ellas, como Fernando Orozco, hoy director de Años Dorados, organización que vela por los derechos de adultxs mayores LGBTIQ+, o María Jacinta Almeida, quien fue parte de Coccinelle y falleció en 2020, un año después de que presentara, junto con otras compañeras de lucha, una denuncia contra el Estado por delitos de lesa humanidad. Murió sin justicia ni reparación. Y muchas de ellas ven en sus rostros más arrugas sin que ese proceso avance en la Fiscalía.
Las cárceles también son parte de nuestro presente y las mujeres trans son las que palpan más la violencia en estos centros. Hellen fue asesinada en la masacre de la Penitenciaría del Litoral, en noviembre de 2021; Mónica recibió un disparo en uno de sus glúteos en la cárcel de Latacunga, en octubre de 2022, cuando asesinaron Leandro Norero, financista de bandas de crimen organizado… ¿Seguimos con la frase “que se maten entre ellos”?
En el actual ‘conflicto armado interno’, declarado por el Gobierno de Noboa, en enero pasado, para luchar contra los grupos de delincuencia organizada, asociaciones de derechos humanos han denunciado que en las cárceles los militares han ejercido torturas contra personas privadas de libertad, entre ellas mujeres trans. La fundación Vivir Libre ha difundido en sus redes sociales testimonios de víctimas que han sido maltratadas, golpeadas, violadas y mutiladas. ¿Por qué no estamos hablando de esto? ¿Por qué hay vidas trans que, por aparecer en reality shows o concursos de belleza, importan más que otras?
En la última marcha del Orgullo en Guayaquil, la primera dama, Lavinia Valbonesi, llegó en una carroza escoltada por esos mismos militares que torturan a mujeres trans en las cárceles, pero vi una algarabía por su presencia y miles de likes en su reel en Instagram. Ni el presente parece importar.
A la misma marcha asistió Nebraska Montenegro, hoy presidenta de Nueva Coccinelle y quien también formó parte del proceso de despenalización de la homosexualidad en los años 90. De ella, quien en una noche en Quito recibió toletazos en la espalda por parte de policías por estar caminando en el centro de la ciudad, se habló muy poco. La memoria, siempre frágil.
Si hablamos de historia marica, hay que hablar de cárceles, aquí o en cualquier país donde la homosexualidad estuvo penalizada. El hoy colorido y festivo Orgullo surgió justamente tras una protesta contra policías en Nueva York.
Si hablamos de nuestro presente, también hay que hablar de cárceles cuando Hellen y más mujeres trans, según las denuncias de Fundación Vivir Libre, mueren o desaparecen en ellas, o Angelina y otras son víctimas de torturas.
En un país con desigualdades sociales marcadas, hay que hablar de cárceles porque a estas llegan las personas empobrecidas, racializadas, trabajadoras sexuales y siguen llegando (aunque se hable poco) maricas que no tienen el privilegio de comprar el último iPhone o pagar una cuenta de $20 en un bar o discoteca.
Si reproducimos ese discurso “que se maten entre ellos” o “no tienen derechos”, traicionamos a quienes lucharon por nuestra libertad y condenamos a quienes hoy son víctimas de un Estado que las ha olvidado.