28 Jun Menos ‘happy pride’, más memoria
En el Día del Orgullo, quiero discutir hasta qué punto la marcha se ha convertido en una celebración festiva como San Valentín y Navidad, y ha dejado atrás una lucha histórica
Cada vez que inicia junio, hay una avalancha de mensajes de celebración y festividad en redes sociales por el Orgullo LGBTIQ+. Los emojis de la bandera arcoiris acompañan mensajes como “el mes más lindo del año”, “feliz mes del Orgullo”, “¿qué les trajo Lady Gaga?”, y los infaltables “Love is love” y “Happy pride”.
Las empresas se suman a esa algarabía digital, sus logos se vuelven coloridos y postean mensajes para abrazar a la diversidad de la que poco o nada hablan el resto del año. Es un mes en el que pareciera que todo es felicidad. ¿Lo es?
No pretendo tener la razón ni, peor aún, erigir una vara para señalar a quienes piensan distinto a mí, pero sí quiero discutir hasta qué punto el Orgullo se ha convertido en una celebración festiva como San Valentín y Navidad, y ha dejado atrás una lucha histórica.
El Orgullo inició como una protesta hace exactamente 55 años, en la madrugada del 28 de junio, contra una redada policial en Stonewall Inn, un pub neoyorquino popular entre homosexuales, drag queens, mujeres trans y mujeres lesbianas.
Ese tipo de redadas era común en los años 60. La Policía detenía arbitrariamente a las personas presentes en las discotecas o bares “de ambiente” en una época en que las leyes de Estados Unidos penalizaban la homosexualidad. Una noche de fiesta entre maricas podía terminar en la cárcel si los uniformados entraban a un pub o discoteca.
Pero esa madrugada, en Stonewall, alguien dijo basta y muchxs se sumaron. Un policía recibió una trompada (hay versiones que se la propinó una travesti, y otras que lo atribuyen a una mujer lesbiana). En ese momento, inició una manifestación, y no una pacífica en aras de “no son las formas”.
En los disturbios de Stonewall, la multitud arrojó botellas, latas de cerveza y monedas a los policías; otro grupo lanzó ladrillos; voltearon los autos de las calles. Al frente de ese levantamiento marica estaban dos figuras: Marsha P. Johnson, una activista afrodescendiente y drag queen, y Sylvia Rivera, quien un año después presidió una organización para ayudar a las mujeres trans sin techo.
Esa llama revolucionaria siguió encendida días después. Sylvia animaba con insistentes gritos a sus acompañantes a rugir colectivamente “Gay Power” en posteriores manifestaciones. “No los escucho”, “más fuerte”, arengaba hasta lograr unir a las voces en un coro que no se callara nunca más.
¿Dónde están hoy las consignas de Sylvia Rivera o la determinación de Marsha P. Johnson? ¿Por qué nuestras reivindicaciones se han convertido en un carnaval en que parece más importar el ‘outfit’, pintarse las mejillas con los colores del arcoiris o la fiesta después de la marcha?
Y que no se me malinterprete. No osaría impedir desde una falsa moral que en la marcha del Orgullo cantemos y hagamos la coreografía de Bad Romance de Lady Gaga, o nos contagiemos con la letra de A quién le importa, inmortalizada por Alaska y Dinarama, y versionada por Thalía. A nuestras divas jamás les diremos que no (aunque yo venero a Madonna), y no vamos a reprimirnos en una sociedad que nos crio para estar en el lugar de la vergüenza. Porque, al final, el Orgullo también es ser nosotrxs mismxs.
Pero esos festejos, abrazos y risas no pueden relegar al olvido nuestra historia, marcada por los gritos rebeldes que se alzaron contra las injusticias. Gritos de indignación que surgieron en Stonewall, con Marsha y Sylvia a la cabeza de un pelotón de travestis, drag queens, homosexuales con pluma y maricas en situación de calle, y que fueron el punto de partida para la lucha de derechos de las personas LGBTIQ+ en Estados Unidos y alrededor del mundo.
O los gritos de protesta tras la redada policial en el bar Abanicos, en Cuenca, hace 27 años, en que se detuvieron a hombres homosexuales, travestis y mujeres trans, quienes sufrieron abusos sexuales en la cárcel. Esa redada también fue en junio y los indignantes hechos impulsaron el proceso de despenalización de la homosexualidad en Ecuador.
Por esas luchas colectivas y por la memoria marica, confieso que me chirrian los festivales que se reducen a celebraciones, a la tarima con cantantes y, peor aún, si suben políticos que nunca vivirán nuestras realidades.
Nos siguen matando, amigxs. En la actual crisis de inseguridad, los asesinatos contra personas LGBTIQ+ han aumentado y las principales víctimas son las mujeres trans, como Beba, Roberta, Dévora y Martha, asesinadas este año. Solo hasta mayo, la Fundación Aldea reportó 10 transfemicidios. Casi nunca hay culpables porque la justicia no investiga.
Como hombres gays podemos también ser víctimas del odio. En 2020, un militar asesinó a Javier Viteri y, aunque en este caso sí hubo una sentencia, a la justicia no le importó que casi 90 puñaladas fueron alimentadas por un odio irracional. Cualquiera de nosotros puede ser el siguiente.
Los denominados “centros de conversión” continúan operando (o más bien, torturando) impunemente. Karlina fue secuestrada y llevada en dos ocasiones a estas “clínicas” por orden de su propio hermano.
En las cárceles, las mujeres trans están siendo torturadas por militares desde las intervenciones de las Fuerzas Armadas tras la declaratoria del ‘conflicto armado interno’ en enero. Alexa denunció que le cortaron el cabello contra su voluntad, la golpearon y violaron.
Lxs sobrevivientes de la criminalización de la homosexualidad en Ecuador están envejeciendo y muriendo sin justicia ni reparación, incluso olvidadxs no solo por el Estado, sino también (y peor aún) por quienes hoy tenemos un poco más de libertad gracias a su lucha. Ya nos dejaron Pachi (quien sufrió las vejaciones a ser detenida en el bar Abanicos), Ana Carolina Alvarado y Jacinta Almeida. Siguen con nosotrxs Purita, Nebraska, Gonzalo, Fernando y más que, desde 2019, esperan que la Fiscalía actúe en una denuncia contra el Estado por los atropellos que vivieron.
La lista puede seguir, pero no puedo dejar de mencionar las regulaciones que por segundo año consecutivo ha impuesto el Municipio de Guayaquil a nuestra marcha (sí, de todxs, no de una organización). Regulaciones para controlar nuestros cuerpos y expresiones de protesta contra esas creencias religiosas que hasta ahora nos hacen daño.
Esta semana volví a ver el documental La muerte y vida de Marsha P. Johnson, (en Netflix, y título obligatorio en este mes). En el filme, se muestran las imágenes de Sylvia Rivera con micrófono en mano, en una tarima, siendo abucheada por la multitud que asistió a la marcha del Orgullo de 1973, apenas 4 años después de los disturbios de Stonewall.
Sylvia tomó airada la palabra para hablar de “los hermanos gays y las hermanas gays en la cárcel”, para hablar de derechos y del “Gay Power”, para hablar en nombre de las personas queer en situación de calle, pero en aquella ocasión su voz no fue acompañada por un grito de protesta al unísono, sino que se chocó contra el quemeimportismo de quienes, en teoría, debían defender su legado.
Quizás en las marchas en las que hemos participado no hay abucheos, pero sí un silencio ensordecedor ante la memoria y las reivindicaciones. Seguramente hay muchas Sylvias que se sienten ignoradas y traicionadas. O Marshas parafraseando a la icónica activista de los disturbios de Stonewall: Mientras mi gente no tenga derechos, no hay razón para celebrar.