23 Nov La despenalización: el inicio de las reivindicaciones de la población LGBTIQ+ y conquistas agridulces
En noviembre de 1997, Ecuador despenalizó la homosexualidad. Después de 24 años, el país ha avanzado en derechos, pero quienes salieron a las calles para gestar el camino hacia la igualdad aún esperan justicia
TEXTO: ISABEL HUNGRÍA
ARTE: DIANA ROMERO
FOTOS: CORTESÍA DE GONZALO ABARCA Y AÑOS DORADOS
«Quedé traumado, veía a un policía y me orinaba los pantalones; no podía hablar», recuerda Fernando Orozco como si estuviera viviendo otra vez la experiencia de haber sido violado.
Corrían los años ochenta y con ellos los días de cruel represión en contra de la población LGBTIQ+ en Ecuador.
Policías, intendentes y comisarios, cobijados en el cargo que ostentaban, agredían y extorsionaban a los «maricones retorcidos», como los llamaban en ese tiempo, al amparo del artículo 516 del Código Penal, cuyo primer inciso tipificaba la homosexualidad como delito.
Pero no hubo casos con la pena privativa de libertad de entre 4 y 8 años que estipulaba la ley, toda vez que la consigna de sus verdugos era darles una lección de moral, a través de repetidas violaciones, golpes y extorsiones.
A este vejamen se sumaban en Guayaquil voluntariosos jóvenes de Urdesa y del Barrio Centenario, que bajo la égida de la decencia se congregaban en las calles 9 de Octubre y García Avilés, en un salón de videojuegos, desde donde partían a la calle Primera de Mayo para golpear con bates de béisbol a los homosexuales y las mujeres trans que encontraran a su paso porque en esa avenida ejercían la prostitución.
Abocadas y abocados a trabajar a temprana edad, después de que sus familiares se enteraran de su orientación sexual o identidad de género, y los echaran de sus hogares con argumentos tan irreflexivos como «prefiero un hijo ladrón a un hijo maricón», tenían dos opciones en la vida: prostituirse o convertirse en estilistas.
Fernando Orozco tiene 59 años y dirige actualmente Años Dorados, organización que vela por los derechos de los adultos mayores de la población LGBTIQ+.
En 1983, cuando tenía 21 años, caminaba en Guayaquil por la calle 9 de Octubre y fue embestido por una horda de militares que, al ver sus sinuosos ademanes, no se tomó ni siquiera la molestia de pedirle documentos.
–¿Eres maricón?, ¿Eres maricón?–, le preguntaron de forma inquisidora, como si la respuesta fuera importante.
Fernando no respondió. Los militares le propinaron varios azotes con un cable negro que le dejaron vetas sanguinolentas en varias partes del cuerpo.
En esa ocasión pudo escapar, no así su amigo Víctor Amores, quien no solo tuvo que soportar la tunda sino también varios días de cárcel. Este atropello dejó como saldo la sutura de ocho puntos en la cabeza de Víctor, y un agudo escozor en las piernas, brazos y nalgas de Fernando.
Tres años más tarde, en 1986, Fernando transitaba por Vélez y Santa Elena cuando fue interceptado, apaleado y llevado por la Policía a la cárcel conocida en Guayaquil comúnmente como «La Lagartera», en el cuartel Modelo, sitio en donde había una celdita en la que el caporal abusó sexualmente de él.
Consumado el acto, el guía le ofreció protección como a tantos otros homosexuales que cayeron en sus manos, pero ese voluntarismo no era otra cosa que la respuesta a una práctica muy común en las cárceles de Ecuador, la extorsión: «te cuido, pero me pagas».
Antes de la despenalización de la homosexualidad, la persecución contra las personas LGBTIQ+ no solo se ejercía en los sitios de entretenimiento social, como bares o discotecas, sino también en peluquerías, calles y plazas públicas.
En el año 1988, Fernando fue detenido nuevamente, esta vez en Quito, cuando se encontraba en «Francel y Bianca», la peluquería en la que trabajaba.
Él creía que en la capital no tendría problemas «por ese aire liberal y europeo que se respira en sus calles», pero se equivocó.
Estaba haciendo un peinado a una clienta cuando unos señores de saco y corbata le pidieron que saliera del lugar. En ese momento, Fernando no sabía que se trataba de la policía del SIC (Servicio de Investigación Criminal), lo que sí notó fue que se dirigían exclusivamente a «los afeminados y a las trans» que se encontraban en el lugar.
«Tenga la amabilidad de acompañarnos», le dijeron cortésmente, pero cuando salió de la peluquería observó que sus compañeras y compañeros estaban acuclillados en la calle por orden de un operativo policial tan cuidadosamente coordinado que incluso la prensa estaba presente.
Lo llevaron entonces al Penal García Moreno, en donde estuvo recluido un fin de semana y nuevamente fue violado.
«Gracias a Dios me hice estilista porque no hubiera sobrevivido en la prostitución», sostiene Fernando.
Según el relato de Fernando, cada integrante de la población LGBTIQ+ vivió su propia cruz en los años 80 y 90, ya que algunas después de ser golpeadas eran sometidas por la policía a la disyuntiva de lanzarse por el puente (del Salado, en Guayaquil, y de la laguna de la Alameda, en Quito) o ir detenidas. Además, eran vendidas por los guías carcelarios, sometidas a bochornosos cortes de pelo u obligadas a barrer las celdas.
Sandra Álvarez, directora de la Organización Ecuatoriana de Mujeres Lesbianas, vivía en Cuenca en 1997 cuando ella y su pareja fueron salvajemente golpeadas.
En este caso, la agresión provino de los hermanos de su entonces novia, situación que puso a la pareja frente a un serio dilema: denunciar o quedarse calladas.
No fueron pocas las reyertas en las que los propios familiares en las décadas de los 80 y 90 agredían a hijos, hermanos o nietos por su orientación sexual o identidad de género; sin embargo, estos casos se manejaban con total hermetismo, de ahí que no atravesaran los muros de los círculos íntimos.
Sandra decidió poner la denuncia sola, unos meses antes de la despenalización de la homosexualidad, un hecho trascendente -según sus propias palabras- porque nunca antes una lesbiana había acudido a instancias legales para poner una querella de este tipo en Cuenca.
Tenía 30 años cuando aquello, y hoy, a sus 52, recuerda la presión que sintió para que no siguiera adelante con el proceso. Finalmente, desistió por petición de una persona muy querida para ella, pero a partir de esa experiencia el activismo quedó inoculado en sus venas.
A diferencia de las mujeres trans, cuya visibilidad era notoria, las lesbianas luchaban en ese tiempo en las sombras; en realidad este colectivo estaba en un proceso de empoderamiento desde las organizaciones de mujeres.
«Estuvimos vinculadas a movimientos de mujeres y a organizaciones de derechos humanos que sirvieron como palanca en el proceso de despenalización», explica Sandra, al mismo tiempo que recuerda un episodio brutal del que fue testigo en Quito, la ciudad en donde nació.
Se encontraba en la discoteca alternativa «Footloose», más conocida como «El Hueco», cuando los policías entraron y arremetieron contra una pareja de jóvenes que había bebido más de la cuenta y no se percató de que la baliza había sido encendida por el administrador del lugar para advertir que en el vestíbulo se estaba gestando una redada.
El encendido de las luces rojas llevaba consigo una alerta para que los clientes buscaran una pareja del sexo opuesto con el objetivo de que las autoridades no tuvieran argumentos para detener a nadie; sin embargo, enteradas ya de que la discoteca era sitio de reunión de trans, travestis, gays y lesbianas, extorsionaban sin escrúpulos a su propietario y se llevaban detenidos a quienes pudieran.
La brutalidad de la Policía contra los dos jóvenes ese día fue tal que los clientes tuvieron que intervenir, lo que propició una pelea casi campal.
La violencia, la homofobia y el machismo eran exacerbados, narra Sandra, por eso la convocatoria para solicitar la despenalización de la homosexualidad no solamente era lógica sino necesaria.
«Los transfemicidios eran cosa común: se encontraba a las compañeras descuartizadas en las quebradas. Apareció en ese tiempo ‘La dama de rojo’, un criminal que se hacía pasar por homosexual y que llevaba a mujeres trans a su departamento en la González Suárez, en Quito, en donde las asesinaba con una corbata roja”, relata Sandra.
Gonzalo Abarca, exvicepresidente de la organización Coccinelle, era muy cercano al colectivo de mujeres trans porque les vendía a crédito artículos para el hogar. «Vivían en condiciones infrahumanas, de manera que no eran sujetas de crédito en ningún lado», recuerda Gonzalo, hoy de 67 años.
Él fue testigo de la brutalidad con la que los policías «corregían» a las personas LGBTIQ+ porque la mujer con la que convivió más de 20 años y murió hace una década, era trans.
Poco aficionado a las fiestas, no quería asistir al baile al que lo habían invitado, pero su pareja le insistió tanto que accedió; ya en «El farol rojo», lugar en donde sería la reunión, personal de la Intendencia y miembros de la Policía llegaron con metralletas (alza la voz y repite: «me-tra lle-tas») y se llevaron detenidos a todos los invitados.
Gonzalo y su novia se imaginaban en la cárcel cuando notaron que entre los agentes había un conocido de ellos, lo que les devolvió la alegría; sin embargo, la felicidad les duró poco porque el aparente aliado prometió liberarlos siempre y cuando la novia de Gonzalo se acostara con él y le entregaran 5.000 sucres.
La pareja no tuvo más remedio que ceder, pero ahí no terminó la amarga experiencia porque durante las siguientes semanas el ocasional «amigo» pretendió volver a cobrarles «el favor».
La causa por la que travestis, mujeres trans y gays terminaban en la cárcel era «conducta indecente». Debían pagar 240 sucres de multa para ser liberados y 1.000 sucres por la boleta de excarcelación.
Gonzalo narra que para poder sentirse más seguras, las mujeres trans pedían que las colocaran en celdas individuales, pero para tal cometido primero debían pagar determinada cifra.
Si en Guayaquil el caporal «Negro Colada» hacía su agosto con las personas detenidas, en la cárcel de Quito hacía lo propio el capataz Reinoso.
El informe de la Comisión de la Verdad, que investigó las violaciones de derechos humanos en el período 1984-2008, dedica un capítulo a la violencia de género; en este, aborda la homofobia y transfobia, y la persecución policial contra personas LGBTIQ+ cuando la homosexualidad estaba penalizada.
No obstante, el informe no presenta las cifras de la población LGBTIQ+ que sufrió vulneración de sus derechos porque no hubo personas que se acercaran a denunciar. Sí recoge testimonios sobre las torturas y abusos en esa época.
El inicio de la lucha
El Comité de Derechos Humanos de Ecuador, la Fundación de Acción y Ayuda para Prevención del Sida (Fedaeps) y otras agrupaciones, testigos de la criminalización y de los abusos cometidos en contra de la población LGBTIQ+, enviaron en 1994 una carta a la Organización de Estados Americanos (OEA) en la que denunciaron la vulneración de sus derechos humanos.
El organismo internacional se pronunció entonces al respecto haciendo las observaciones correspondientes a las autoridades ecuatorianas; sin embargo, no encontró asidero en ningún interlocutor local.
Pasaron tres años y la crueldad en contra de las personas travestis y trans, lejos de mermar, se agudizó, a tal punto que sucedió un hecho cuya vileza fue una suerte de revulsivo no solamente para la población LGBTIQ+ sino para buena parte de la sociedad ecuatoriana.
El 22 de junio de 1997, el intendente de policía de Cuenca de ese tiempo decide llevar a cabo un operativo en el bar «Abanicos», en donde se desarrollaba la elección anual de la reina gay, título que recayó en Patricio Cuellar (+), conocida cariñosamente como «Pachi».
Producto de esa redada más de 60 personas, entre transexuales, gays y travestis fueron detenidas y llevadas al Centro de Detención Provisional de la Policía en donde fueron reiteradamente violadas junto a la reina «Pachi» por el caporal y varios internos que se turnaron generosamente sus cuerpos.
Este acontecimiento atizó la lucha por los derechos de la población LGBTIQ+ en Ecuador. Y es que lo que pasó en la cárcel de Cuenca fue tan salvaje, con mujeres trans y travestis incluso penetradas con cucharas, que era difícil no indignarse.
Es así como va cimentándose la lucha contra la despenalización de la homosexualidad y articulándose el colectivo de trans y travestis, que hasta ese momento se había reunido en torno a otra causa: la lucha contra el sida.
La primera reunión en Quito se realiza en la casa de la mujer trans babahoyense conocida como «Casquete», en el barrio de la Floresta, encuentro en el que gran parte del colectivo trans se ensambla para llevar a buen puerto su lucha.
APDH, Fedaeps, Tolerancia, Amigos por la Vida, Soga, Triángulo Andino y Coccinelle (que aglutinaba a las trabajadoras sexuales de La Mariscal) deciden seguir la hoja de ruta trazada por el defensor de derechos Alexis Ponce, quien resuelve con el patrocinio del abogado Ernesto López presentar la demanda de inconstitucionalidad contra el artículo 516 del Código Penal.
Pero en 1997 Ecuador era un verdadero caos en virtud de la voracidad de sus políticos: tres gobernantes se habían arrogado el título de presidente de la República al mismo tiempo.
De esa anarquía salió un jefe de Estado interino puesto a dedo por el Congreso, lo que descorrió el pestillo de un Parlamento cuya bandera era la componenda.
Esa compleja tesitura, que evidenciaba las grietas de la democracia, no propiciaba un clima de confianza en el Legislativo, de ahí que Alexis Ponce decidiera acudir al Tribunal Constitucional y no al poder Legislativo como primera instancia para lograr la despenalización de la homosexualidad. Pero, además, había un hecho que no podía soslayarse: la homosexualidad en ese tiempo era un tabú en Ecuador; por consiguiente, contar con la voluntad y el consenso de un centenar de legisladores en el Congreso era prácticamente una utopía.
La demanda fue interpuesta en el mes de septiembre de 1997, luego de que la población LGBTIQ+ lograra reunir el número de firmas solicitadas por el Tribunal de Garantías Constitucionales con la copia de la cédula de cada firmante.
Estos requisitos en un principio no representaban para las organizaciones un problema dado el número de integrantes con el que contaban. O eso creían.
En realidad habían olvidado, al calor del sueño y del número de adherentes a su lucha, la represión y el escarnio a los que habían sido sometidos, de modo que no solamente temían que sus familiares se enteraran de su orientación sexual o identidad de género, sino también que las autoridades tuvieran sus datos personales y empezaran a perseguirlos.
Paralelamente, Purita Pelayo y Gonzalo Abarca empezaron a trabajar en la estructura de un ente que los representara y tuviera vida jurídica. Es así que fundan una organización a la que pensaban llamar «Las Mariposas de la Noche», pero finalmente se deciden por el nombre de «Coccinelle», seudónimo de Jacqueline Charlotte Dufresnoy, vedette, cantante y actriz francesa.
«Coccinelle», cuya traducción del francés al español es «mariquita», era un referente trans de la década de los 70 que aterrizó en Guayaquil durante su recorrido por el mundo con su famoso espectáculo.
Se crea entonces legalmente Coccinelle, la primera organización de personas transgénero con vida jurídica en Ecuador y la piedra angular en la despenalización de la homosexualidad.
Alquila su primera oficina en el sector de San Blas y empieza su labor con Purita Pelayo como presidenta, Gonzalo Abarca como vicepresidente, y Estrellita Estévez como secretaria.
Bajo el paraguas de Coccinelle, la población LGBTIQ+ se toma las calles y los espacios públicos para cumplir el requisito solicitado por el Tribunal Constitucional y comparte durante algunas jornadas vereda en la Plaza Grande con los padres de los hermanos Restrepo, quienes vivían su propia lucha por la desaparición de sus hijos en manos de la Policía.
En el proceso de recolección de firmas es asesinada Satanacha Moreira, en circunstancias extrañas. Jimmy Coronado, también del colectivo, es detenido luego de que la Policía intentara desalojar al grupo Coccinelle de la Plaza Grande a punta de gases lacrimógenos.
A partir de estos hechos la prensa de Quito deja de ser indiferente y empieza a jugar un papel crucial porque pone bajo su escrutinio a los represores, pero además medios extranjeros se pliegan a la defensa de los derechos y arriban al país para cubrir la jornada, lo que orilla a la policía a resguardar a las mujeres trans que se plantan ya no solo en la Plaza Grande sino también en la Plaza del Teatro y en los alrededores de la Universidad Central.
El que una parte de la sociedad aplaudiera acciones como las suscitadas en la discoteca de Cuenca o los crímenes seriales de las mujeres trans llama a la reflexión y muchísima gente que no forma parte de la población LGBTIQ+ se acerca a firmar.
El éxito de esta actividad se traduce en el acopio de más de 1.5000 firmas, cifra que superaba ampliamente el número solicitado, un logro que evidenciaba una realidad que parecía poco probable: más personas de la que se esperaban apoyaban la solicitud realizada al Tribunal Constitucional.
Queda para el recuerdo de esas jornadas el afán de una señora de avanzada edad que se acercó para preguntar dónde debía firmar, entonces, sorprendido ante el profundo interés, el equipo que trabajaba en la recolección de firmas supuso que la anciana se había equivocado, pero entendió su solidaridad cuando ella contó que tenía una nieta trans que no había podido dar la firma por temor a ser agredida.
Superada la meta en la capital del Ecuador, la recolección de firmas en Guayaquil se convierte en una actividad meramente simbólica. Roberto Haro, Anastacio Yagual y las chicas de la Primero de Mayo, todas trabajadoras sexuales, como Érica Zavala, se encargaron de encarar el desafío de recabar las firmas en la ciudad puerto.
El 25 de noviembre del mismo año, dos meses después de la presentación de la demanda, el Tribunal Constitucional despenalizó la homosexualidad al declarar inconstitucional el primer inciso del artículos 516 del Código Penal vigente desde 1938, que establecía prisión de 4 a 8 años para los “casos de homosexualismo”.
El argumento esgrimido por el Tribunal, sin embargo, no redimió a la población LGBTIQ+, que lee con estupor una sentencia cargada de prejuicios: «esta conducta anormal debe ser objeto de tratamiento médico”, “resulta inoperante, para los fines de readaptación de los individuos, el mantener la tipificación como delito la homosexualidad porque más bien, la reclusión en cárceles, crea un ambiente propicio para el desarrollo de esta disfunción”, “es claro que si no debe ser una conducta jurídicamente punible, la protección de la familia y de los menores exige que no sea una conducta socialmente exaltable”.
Desde el 27 de noviembre de 1997, una vez que entró en vigencia la resolución del Tribunal Constitucional, la población LGBTIQ+ es libre, al menos en el papel, pero todavía espera que el Estado reivindique sus derechos, aunque esa deuda se vuelve impagable con el transcurso del tiempo en razón del número de gays, transexuales, travestis y lesbianas que han muerto, como es el caso de «Pachi», Orlando Montoya, Ángelo Anastacio Yagual, Gaby Rojas y María Jacinta Estévez.
¿Qué sucedió después de la despenalización?
Con un halo de decepción, Fernando Orozco manifiesta que la despenalización solo sirvió para declarar la inconstitucionalidad del inciso uno del artículo 516; no para que se les reconozca como ciudadanos.
El mismo sentimiento que tiene Fernando invade a más miembros de la población LGBTIQ+, de ahí que la organización Nueva Coccinelle se vio motivada a interponer una demanda colectiva en la Fiscalía en el año 2019 en contra del Estado por delitos de lesa humanidad. Al momento el caso se encuentra en estado de peritaje.
Mientras Fernando espera justicia, vive de su oficio, el de estilista, y abandera la lucha de los LGBTIQ+ adultos a través de Años Dorados.
Desde allí apuntala un proyecto reivindicativo y encomiable: que la calle Primero de Mayo, desde la Casa de la Cultura hasta la Universidad Estatal, se convierta en un espacio de memoria histórica para no olvidar a quienes trabajaban allí y han muerto o tienen actualmente entre 50 y 60 años. Por lo pronto encara esta iniciativa con la asociación que lidera realizando romerías en el sector.
Para Sandra, la despenalización permitió al colectivo de lesbianas acceder a la justicia de forma más directa, aunque el sistema sea lento.
En 2002 pudo fundar la Organización Ecuatoriana de Mujeres Lesbianas, no obstante siguió siempre de cerca el activismo de la Fedaep, organización que en esos tiempos, apuntalada por Irene León, luchó también por la despenalización de la homosexualidad.
«En 1997 se derogó el inciso uno del artículo 516, pero hasta 2002 no había leyes secundarias que permitieran hacer uso de esa despenalización. En 1998 se empezó a hablar de no discriminación por orientación sexual y en 2008 recién se incluye la no discriminación por identidad de género, es decir han tenido que pasar varios años para que el sistema legal sea coherente con lo que se va aprobando», remarca Sandra.
Otros avances fueron la unión de hecho, el reconocimiento del género autopercibido de las personas trans en su cédula de identidad (aunque con requisitos estigmatizadores como acudir con dos testigos) y la aprobación del matrimonio entre personas del mismo sexo.
«La resolución de la despenalización del Tribunal Constitucional es discriminatoria y homofóbica, sin embargo tuvimos que aceptarla porque era eso o permitir que continúen la represión, los transfemicidios, la violencia y los asesinatos seriales», remarca Sandra.
Además, agrega que la resolución los ascendió de delincuentes a enfermos, de modo que la derogación del inciso uno del artículo 516 no es un reconocimiento de la dignidad de las personas LGBTIQ+ como sujetos de derecho.
Gonzalo Abarca, por su lado, no desea saber nada de activismo. Su lucha en 1997, al frente de Coccinelle, le llenó de satisfacciones, pero la decepción actualmente supera su optimismo.
Ve con estupor cómo cada año las asociaciones LGBTIQ+ celebran con bombas y platillos la conmemoración de la despenalización de la homosexualidad y se lucran de la historia de la despenalización, pero no se acuerdan de sus gestores.
«Se dan diplomas entre ellos, pero no les brindan ni un vaso de agua a quienes recogieron firmas y dieron la cara», menciona. Asimismo, celebra que Nueva Coccinelle haya presentado una demanda contra el Estado, aunque advierte que en ese litigio no figuran todos los que estuvieron ni estuvieron todos los que figuran.
Se emociona cuando narra todo lo que hicieron «Coccinelle», «Amigos por la Vida» y «Equidad», fundaciones para las que trabajó.
Recuerda vívidamente cuando entregaron las firmas requeridas por el Tribunal Constitucional. Ese día, como si estuvieran haciendo un ejercicio de catarsis, lloraron; de igual forma su voz se parte al recordar la felicidad que embargó al colectivo trans cuando recibió la noticia de la despenalización en el parque El Arbolito, en la ciudad de Quito.
«Alexis Ponce no es gay, pero él fue el artífice de la despenalización y dio la vida por nosotros. Hace unos meses estuvo muy enfermo y entre unos pocos recogimos dinero para ayudarlo porque sentimos gratitud por él», señala Gonzalo.
“Los arribistas que se adjudican la lucha por la despenalización ahora se frotan las manos, pero los que de verdad trabajamos en la campaña que hizo realidad la derogación del inciso, más que dinero, que sí lo necesitamos, exigimos disculpas. ¡Dis-cul-pas!», remarca Gonzalo.