14 Dic Entre el hogar y el abismo
Cómo empezar de nuevo. Cómo aproximar la intimidad y la inmediación que quiero. ¿Cuál forma? Una carta, por supuesto.
Gloria Anzaldúa, Carta a escritoras tercermundistas
“Es importante esbozar nuevos relatos previos a la carcajada que tengan más albedrío y que fluyan con menos violencia por los patios de los colegios. Seguirlos pensando, a los relatos, semillas mariquistas, eróticas, políticas, que ayuden a reflexionar con poesía e integridad la compleja vida de la región”.
Diego Falconí Trávez, de Maricas y Mariquismos
Una hoya es una cavidad, una hondura, una llanura profunda rodeada de montañas. Hago una pequeña búsqueda sobre San José de Minas, una parroquia que se sitúa a unos 80 kilómetros de Quito y encuentro esto: “que fue un importante territorio de plantaciones de caña de azúcar que por años produjo litros y litros, ríos, de aguardiente; que se trata de una zona donde predomina la actividad agrícola; que está dentro de un valle ubicado entre las hoyas del Chota y del Guayllabamba”.
Según una leyenda, cuando la parroquia fue invadida por una plaga tan brutal de ratas, los hombres y mujeres de San José de Minas le ofrecieron un favor a la Virgen de la Caridad a cambio de que los librase de ese infortunio. Que ahí, cada año, la última semana de septiembre la vida arde al calor de un carnaval.
Quiero ir para saber si es verdad, pienso. En medio de esas montañas estaba la casa de los abuelos de Rommel Manosalvas (Quito, 1993), un espacio que él imagina como una madriguera, como un paisaje vinculado a los recuerdos recurrentes de su infancia y que hoy aparecen ficcionados, desfigurados, en su escritura. Estos recuerdos se asoman en Anatomía Transparente, su primera novela, a través de un lenguaje que dibuja texturas y climas, montañas, soles, pero también espacios psicópatas que torturan, enloquecen y enferman a quienes los habitan. Me detuve muchas veces en la lectura: ¿Qué pasa con los miembros de una familia en tensión cuando a las fotos familiares las engulle la luz del sol y las vuelve amarillas? ¿Desaparecen de a poco? ¿Qué sucede en los cuerpos que existen dentro de una casa desprovista de cualquier posibilidad de luz y calor? ¿Se van enfriando y enloquecen hasta escuchar que un abismo los llama?
“Vivo en una caja de zapatos donde no entra la luz del sol. Pero cuanto más me encojo, más se va pareciendo a un sepulcro, estrecho y duro. Hoy han cortado el agua y he decidido quedarme en cama, entre las sábanas con olor a sudor y piel muerta. ¿Qué otra cosa podría hacer? Aunque hubiera agua, haría exactamente lo mismo”.
Rommel recuerda y hace de la memoria escritura. Anatomía Transparente utiliza la exploración de la identidad, la vulnerabilidad que supone el amor, la figura del padre y los terrores infantiles para dar forma a un universo vital ligado al Pichincha y a un Quito que en esta novela se aleja de los valles y del centro, que no es la capital urbana que aparece en las crónicas desinfectadas de las revistas de avión, sino una ciudad al borde, limítrofe, una ciudad de esquinas clandestinas, con monumentos que han sido arrancados de su contexto. Las estatuas de bronce raído del parque El Ejido aquí son los cuerpos tibios de los amantes que duermen sobre el cuerpo transparente de Samuel, el protagonista.
También, desde su paisaje íntimo, ya no el de Rommel sino el de Samuel, Quito existe desde el sentir de una conciencia de lo individual que no responde a las lógicas de lo colectivo. “Mi segundo nacimiento no fue un carnaval colorido, caminando por la avenida Amazonas o las Naciones Unidas, en carros alegóricos con pancartas y banderines gay pendiendo por todas partes. No fue bajando la avenida de Los Shyris hasta la tribuna, donde en cada Orgullo, los cuerpos se apiñan embutidos en fishnets y suspensorios, en jeans apretados, pelucas de neón y camisetas blancas. Nada más lejos de eso”.
En su novela, Rommel articula la relación de una madre, Irene, con un hijo, Samuel, desde el registro de lo epistolar pero a la vez teje una cercanía con lo arquitectónico y con las posibilidades metafísicas de los espacios:
“Quiero contarte una historia, madre. Quiero contarte la historia de mis ruinas”.
Aquí las casas, una casa, acunan y enferman el cuerpo al mismo tiempo: “Las ruinas. ¿Cuál es la forma de mis ruinas? Una casa puede contener un cuerpo. Una casa puede ser un cuerpo lleno de uñas. Una casa puede ser sangre, huesos, carne. Memoria incendiada. Una casa puede ser un cuerpo que se consume”.
Aborda las imágenes con cuidado y nos entrega recuerdos que habilitan la metáfora y nos interpelan sobre el valor inmaterial del artefacto casa. Sus beneficios más humanos: una casa es, o debería ser, albergue; una casa es, o debería ser, cuidado.
Rommel es arquitecto, booktuber y maestrante de Literatura en la Universidad Andina Simón Bolívar. En julio de 2020, el año del fin del mundo, ganó el primer lugar en el Mundial de Escritura organizado por el escritor y cronista Santiago Llach con su cuento Abuelita. En esa edición el jurado estuvo compuesto por lxs galardonadxs escritorxs Mariana Enriquez, Javier Cercas y Jonathan Lethem. Abuelita, que fue traducido al inglés y publicado por la revista The Yale Review, empieza así:
Abuelita es una hiena de ojos negros. Duerme en el jardín bajo un aguacatero nacido de una pepa gorda. Abuelita se lame la piel curtida y le aúlla a la luna. Desde mi habitación, en medio de sombras nudosas, la veo tragarse un puñado de tierra”.
Los personajes de Rommel hablan de cuerpos decadentes vinculados a espacios que pudieron ser hogar. Son las mujeres campesinas que, en esa migración interna marcada por la búsqueda, son violadas por sus patrones. Son las abuelas y las tías esquizofrénicas ocultadas, atadas a una cama y tratadas con la crueldad de la tortura. Son los hijos maricones que soportaron y soportan en silencio la violencia de las instituciones y del Estado, un Estado que, como dijeron Rommel y la poeta Victoria Vaccaro en el I Encuentro de Literatura Independiente ha despenalizado, pero no ha reparado de ningún modo.